sábado, 2 de julio de 2011

Bellas Artes.











La historia del Palacio de Bellas Artes
En el siglo XIX la ciudad de México contó con un Teatro Nacional llamado también Teatro Santa Anna, que se encontraba en la calle de Bolívar (antes Vergara) y cerraba la de 5 de Mayo. Fue construido de 1842 a 1844 por el arquitecto Lorenzo de la Hidalga. En ese teatro se estrenó el Himno Nacional el 15 de septiembre de 1854. Con el objeto de que la calle de 5 de Mayo pudiera prolongarse hasta San Juan de Letrán (hoy Eje Central Lázaro Cárdenas) el teatro fue demolido y el gobierno de Porfirio Díaz prometió que el nuevo Teatro Nacional estaría listo en dos años.




            Para construirlo, se seleccionó el predio donde se encontraba un convento de monjas que tenía el título de La Visitación de María Santísima a su prima Santa Isabel, que había sido fundado el 11 de febrero de 1601. Los edificios que albergaron a las monjas fueron levantados bajo el patrocinio de  Diego del Castillo y Andrés de Carvajal; la suntuosa iglesia que tuvo se bendijo el 24 de julio de 1681 y se inauguró, con las debidas ceremonias de dedicación, dos días después, o sea, el día 26 de julio.(1) Cuando las monjas fueron exclaustradas en 1861 el inmueble se vendió, la iglesia se utilizó como bodega y fábrica de sedas; en tanto que el convento, según lo vio Manuel Ramírez Aparicio en 1861, se había convertido en “varias casas de particulares, amplias y cómodas, como debe suponerse, y de una fisonomía agradable y enteramente mundana en especial las que dan a la Alameda.”(2) El gobierno de Porfirio Díaz se hizo del terreno y demolió lo que quedaba de aquel viejo convento para levantar el nuevo Teatro Nacional.










Los proyectos se encargaron al arquitecto italiano Adamo Boari en 1903, quien comenzó los trabajos el 1º de octubre de 1904. Debido al movimiento revolucionario y a la falta de presupuesto, las obras se suspendieron en 1913. De 1919 a 1923 quedó al frente de los trabajos el arquitecto Antonio Muñoz García. Por decreto de Álvaro Obregón, el Teatro Nacional amplió sus expectativas y puede decirse que abrió la posibilidad de convertirse en el hoy Palacio de Bellas Artes, con museo, biblioteca, salones de conferencias, etcétera. El 4 de junio de 1924 se colocó el plafón-vitral de la Sala de Espectáculos.(3) Se volvieron a suspender los trabajos, por lo que en 1927 Adamo Boari presentó un proyecto para transformarlo en cine; le llamó Cinema México; su idea era adaptarlo a las necesidades modernas del país y darle fin a ésa, que él mismo consideró como su obra más importante.(4) Obviamente ese proyecto no fue aprobado por las autoridades, en vista de que pretendían dotar al país con un recinto para el gran arte, así que los trabajos del edificio se reanudaron en 1930 a cargo de los arquitectos Federico Mariscal y Alberto J. Pani. El Palacio fue finalmente inaugurado el 29 de septiembre de 1934, con la puesta en escena de La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón.












  Por el tiempo que se llevó su construcción, los cambios de estilo se sucedieron, de manera que de haber sido proyectado como un edificio neorrenacentista con una importante influencia del art nouveau, terminó como un edificio con elementos art déco y figuras que recuerdan el arte prehispánico, propias del nacionalismo que dominó la cultura mexicana hasta los años sesenta del siglo XX.

El Palacio y sus obras de arte
El Palacio fue construido con estructura de hierro. Hacia el exterior, sus muros se encuentran cubiertos por sillares de mármol blanco y en el interior los mármoles seleccionados fueron de diversos colores procedentes de Durango, Querétaro y Morelos.
            Además del valor del edificio, se tienen que agregar las obras de arte que resguarda. Se puede comenzar por los pegasos que se encuentran en la plaza, frente a la entrada principal, realizados por el escultor catalán Agustín Querol. El pórtico semicircular se encuentra flanqueado por las representaciones de La Juventud y La Edad Viril, de André Allar. También se colocaron, en diferentes espacios, las esculturas que procedían del proyecto inconcluso del Palacio Legislativo, que también había sido proyectado durante el gobierno de Porfirio Díaz, como La Paz de Paul Gasq y La Verdad de Honoré Marqueste.


Sobre el pórtico se abre un gran balcón de planta elíptica en cuyo tímpano se encuentra un relieve de Leonardo Bistolfi con la representación de La Armonía, rodeada de los estados del alma musical: dolor, ira, alegría, paz y amor. Sobre el arco, hallamos dos grupos de esculturas que simbolizan La Música, a la izquierda, y La Inspiración, a la derecha, ambas realizadas también por Bistolfi.
            Toda la fachada se encuentra coronada por una greca que rodea el borde superior del edificio. Llaman la atención, a lo largo del perímetro del Palacio, algunos adornos tallados en forma de monos, coyotes, caballeros águila y los mascarones que representan las estaciones del año. Parte de la herrería fue diseñada por Alessandro Mazzucotelli y otra parte por Luis Romero Soto, y realizada por artistas mexicanos.
            Hacia la fachada se levantan tres cúpulas de cerámica, color ámbar; en la central, el artista húngaro Géza Maróti realizó un grupo escultórico formado por cuatro figuras femeninas aladas que representan el Drama, la Tragedia, lo Cómico y la Alegría, rematadas por un águila con las alas extendidas. Las cúpulas cubren el gran vestíbulo del Palacio, el cual, tal como ocurre con el resto del edificio, es de limpias líneas geométricas cubiertas en su totalidad, como he asentado, por mármoles de diferentes colores. Destacan en ese espacio, las taquillas, el elevador y las lámparas, de inspiración futurista.
            En su interior, el edificio tiene tres pisos. En el primero, se encuentran los murales de Rufino Tamayo que representan el Nacimiento de nuestra nacionalidad y México de hoy. En los muros del segundo piso se despliegan murales de José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Diego Rivera. De Orozco, Catarsis; de Siqueiros, Nueva Democracia y Homenaje a Cuauhtémoc; y de Diego Rivera, El hombre en el cruce de caminos, La Dictadura, La danza de Hichilobos y México folklórico y turístico.




En el primer descanso de la escalinata central se abre la entrada principal del teatro, cuya puerta está adornada con máscaras de Tláloc fundidas en bronce. A sus costados, asentadas ya en el primer piso, se levantan dos pilares-lámparas que rematan con la máscara de Chaac. En la sala destaca, sin duda, el escenario, con el arco del proscenio de mosaicos que representa la historia del arte teatral, proyectado y realizado en Budapest, en los talleres de Géza Maróti. Y sobresale, indudablemente, su telón de cristal que representa los volcanes Popocatépetl e Ixtaccíhuatl, diseñado por Gerardo Murillo, Doctor Atl, y elaborado por la casa Tiffany de Nueva York, para servir de cortina o telón incombustible.

            En todo el hemiciclo, los balcones y graderías se encuentran cubiertos de mármol en tonos cremas y verdosos; sus arcos son apuntados y su herrería art déco. Cubre la sala un plafón de cristal de diversos colores, con la representación de Apolo rodeado de las musas, realizado también por Géza Maróti.(5)
La sala principal y su reciente “restauración”


Gracias al valor del edificio y de las obras de arte que contiene en su interior, el Palacio de Bellas Artes fue declarado Monumento Artístico mediante el decreto expedido por el Presidente de la República Miguel de la Madrid Hurtado, publicado en el Diario Oficial de la Federación el día 4 de mayo de 1987. De igual manera, para elaborar la recomendación que desembocó en la declaratoria de Patrimonio Mundial del Centro Histórico de la ciudad de México y Xochimilco, el mismo año de 1987 el Consejo Internacional de Monumentos y Sitios (ICOMOS, por sus siglas en inglés) resaltó la importancia histórico-estética de los monumentos que forman parte de la declaratoria, enfatizando la relevancia del Palacio de Bellas Artes en los siguientes términos: “Además de los vestigios de los cinco templos aztecas localizados hasta ahora, la ciudad posee la catedral más grande del continente, y hermosos edificios públicos de los siglos XIX y XX como el Palacio de Bellas Artes.” Por tales razones, todas las intervenciones que tuvieron lugar en el Palacio para garantizar su funcionamiento, su dignidad y su decoro, debieron de respetar las normas de conservación nacionales e internacionales como lo establece la propia declaratoria presidencial.














Pese a ello, la última intervención que se llevó a cabo en el Palacio de Bellas Artes, especialmente en la Sala Principal, del año de 2009 al de 2011, contravienen todas las disposiciones legales y todas las normas en materia de conservación y restauración de monumentos declarados Patrimonio Nacional y Patrimonio Mundial de la Humanidad. En tal sentido, es muy claro el dictamen del ICOMOS Mexicano y el análisis de los especialistas en cada materia.(6)
            Lo primero que denuncia ese organismo dependiente de la UNESCO es que “los arquitectos responsables del proyecto de acabados y de la coordinación general no son restauradores de arquitectura del siglo XX y carecen de experiencia en intervenciones en obras de calidad histórica y artística” y además, “para las otras áreas técnicas, ninguno de ellos partió para sus proyectos de la consideración del valor excepcional del edificio por intervenir (acústica, isóptica, iluminación y mecánica teatral y seguridad de público), cuando éste debió ser el criterio primordial”.
            Al parecer, el criterio central para llevar a cabo estas intervenciones, fue la de convertir la Sala de Espectáculos del Palacio de Bellas Artes en una sala de usos múltiples, decisión que, afirman los especialistas de ICOMOS, “fue un error de principio, que acarreó el indebido desplazamiento de la mecánica teatral original y, al dejar la superficie del foro sin la pendiente, se alteró inevitablemente y de manera negativa, la geometría original de las áreas de espectadores, no sólo en lo que respecta a la visibilidad, sino a la acústica, a los movimientos del público y la seguridad del mismo”.
            Además de la muy baja calidad de los materiales que ahora recubren las superficies de la Sala (pisos, plafones, paredes, antepechos y puertas), como bien dicen los especialistas del ICOMOS, no tienen ninguna característica compatible con el lenguaje decorativo original de la sala. En efecto, como pude constatar en el visita que llevamos a cabo los miembros del ICOMOS Mexicano el día 24 de enero de 2011: la baja calidad de los materiales empleados nada tiene que ver con los mármoles y bronces manejados en todo el Palacio y mucho menos con el telón de cristal y el plafón que cubre la sala.




Al fondo de la luneta se instaló una cabina, la cual, según el dictamen mencionado, es “excesivamente notoria por sus dimensiones y luminosidad”. Para instalarla, se “suprimió un pasillo y una de las cinco puertas que permitían el acceso a la sala y, sobre todo, su desalojo en caso de emergencia […] de esta manera, el acceso principal a la sala del Palacio de Bellas Artes conduce ahora a la cabina desde donde se controlan los actuales equipos de sonido e iluminación”. Estos equipos, por cierto, no mejoran el sonido, de acuerdo con los especialistas del ICOMOS Mexicano (Eduardo y Omar Saad). A reserva de hacer un análisis más detallado, resulta que el equilibrio de la reverberación se invirtió, lo que lógicamente hace casi imposible la existencia de sonidos claros y limpios.
            A todo ello se agregan una serie de despropósitos imposibles de explicar cabalmente. Por ejemplo, se desmontó toda la mecánica teatral original y se trasladó a una bodega, “sin la certeza sobre su destino y a sabiendas de que sin un proyecto claro para su reutilización, todo ese material está condenado a la desaparición, perdiéndose con ello el testimonio histórico del mecanismo, que permitió su operación durante muchas décadas, del inmueble más representativo de la primera mitad del siglo XX, y verdadero ícono de la cultura y el arte en México”, como bien han expresado los especialista del ICOMOS Mexicano. Es de hacerse notar que, como todos sabemos, con esa maquinaria se celebraron normalmente y sin contratiempos importantes las temporadas de ópera, danza y música sinfónica hasta el momento de que las autoridades del INBA decretaran su cierre para llevar a cabo las remodelaciones de la Sala Principal. A ello se agrega algo tan ofensivo como todo lo que he reseñado: la histórica cortina roja del foro fue convertida en cojines que se venden en la tienda del Palacio de Bellas Artes como “recuerdo”, sin ningún respeto por el edificio como testimonio o documento de alto valor histórico, sólo considerando su valor material.


  Finalmente, lo que resulta verdaderamente preocupante es la estabilidad del edificio, como consecuencia de haber retirado la mecánica teatral con su concha acústica, pues se tendría que evaluar (dice el doctor Enrique Santoyo) si el peso de la tramoya actual equivale al que tenía originalmente. Más grave, quizá, sea que en el lado poniente del Palacio de Bellas Artes se construyó una cisterna sin que se sepa si para ello se llevó a cabo una evaluación geotécnica para decidir su ubicación. Pero además, antes se hicieron excavaciones en el lado oriente del Palacio para construir esa cisterna, pero al haberse encontrado restos del convento de Santa Isabel se cerró, con lo que se perdió la compactación original del terreno y tampoco se sabe si se rellenó esa zona con la misma masa de tierra que tenía para dejarla con un peso similar al que tenía. Como todos sabemos, el Palacio de Bellas Artes se encuentra edificado sobre un subsuelo fangoso y se ha levantado respecto al nivel original que tenía cuando se estrenó en 1934, pero el hundimiento de la zona aledaña no afectó su estabilidad; ahora, con toda esta intervención, el riesgo es que el propio edificio presente movimientos diferenciales que puedan romper el Palacio de mármol.

            En consecuencia, el ICOMOS Mexicano concluyó que “la intervención realizada en el interior del Palacio de Bellas Artes constituye una violación a los principios de conservación internacionalmente reconocidos”, por lo que ya han solicitado “una Misión reactiva al Centro de Patrimonio Mundial y al ICOMOS Internacional, que evalúe los daños causados y determinar los pasos que deban seguir el Gobierno Federal y las instancias responsables de los mismos”, y se formará en ese mismo organismo un cuerpo consultivo de expertos internacionales y mexicanos “que efectúe los estudios técnicos necesarios para determinar las acciones a tomar por los daños patrimoniales causados al Palacio de Bellas Artes”.


 En vista de la importancia que tiene, por ser ese monumento el espacio cultural más importante y emblemático de nuestro país, sería necesario que las autoridades correspondientes evaluaran la pertinencia de aplicar el Artículo 4º del Decreto Presidencial en el que se declara a ese edificio Patrimonio Artístico, que a la letra dice: “La contravención o simple inobservancia de las disposiciones del presente decreto será sancionada en los término previstos en las leyes aplicables a la materia”, o sea, los previstos en la mencionada Ley Federal de Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos de México, vigente desde 1972. Pero sobre todo, deben vigilar que se garantice en términos absolutos la estabilidad del edificio y el restablecimiento del decoro, la dignidad y el funcionamiento adecuado de la Sala Principal del Palacio de Bellas Artes.











la Ciudad de los Palacios.









 Martha Fernández

A mediados del siglo pasado, México era una ciudad de proporciones humanas, segura, que tenía un carácter provinciano y donde se podía encontrar por las calles del Centro, en sus cantinas, sus restaurantes y librerías a muchos personajes relevantes para la cultura de nuestro país como Agustín Yañez, Jaime Torres Bodet, Rafael Solana, José Revueltas, Rafael F. Muñoz y Salvador Novo, entre otros.
             Era una ciudad retratada en blanco y negro pero llena de colorido gracias a los muros pintados por sus más connotados artistas, entre ellos, Diego Rivera, David Alfaro Siqueiros, José Clemente Orozco y Roberto Montenegro. Era una ciudad que crecía bajo el amparo de un proyecto nacionalista que la concebía grandiosa y monumental. Una ciudad tradicional, como la presentaban en la llamada Época del Oro del cine nacional, que aspiraba a ser moderna, tal como lo muestra el edificio de la Nacional, nuestro primer rascacielos.
             Esa ciudad es la que encontramos en la Antigua grandeza mexicana. Nostalgias del ombligo del mundo de René Avilés Fabila, quien, como buen artista, va dibujando con su relato el perfil del hoy llamado Centro Histórico de la ciudad de México, que en aquel tiempo era sólo nuestro Centro, donde se acudía lo mismo a comprar que a pasear; a estudiar y visitar bibliotecas; al cine y a la cantina. Era el Centro de la Universidad Nacional y de la Secretaría de Educación Pública; el Centro de la Catedral Metropolitana, del Palacio Nacional y del Zócalo; de la Plaza de Santo Domingo y de la Pérgola de la Alameda; del magnífico Palacio de Bellas Artes, del Hotel del Prado, del Bar la Ópera, del café París, de la cantina La Puerta del Sol y de la Dulcería de Celaya.








             El recorrido del autor por aquel Centro comienza de la mano de sus padres, la maestra doña Clemencia Fabila y el maestro y escritor don René Avilés Rojas, y ese relato de sus propias memorias, de su historia personal, de sus recuerdos, se convierte también en una historia de la cultura mexicana y de sus escritores, en una historia del Centro, de la ciudad y del país. Es también una guía artística que nos lleva de la Plaza de Santo Domingo al Palacio de Bellas Artes, sin olvidar sitios memorables como el Panteón de San Fernando, el palacio de los Mascarones, el Casino Español, el Claustro de Sor Juana y el Sanborns de los Azulejos. Edificios notables, obras de arte únicas e irrepetibles, personajes ilustres y anécdotas divertidas se mezclan en este libro que, anticipo, pronto se convertirá en un clásico para quienes deseen conocer al México de mediados del siglo XX. Es heredero, sin duda, de la Grandeza mexicana que escribió Bernardo de Balbuena en 1603 y de la Nueva grandeza mexicana que publicó Salvador Novo en 1946. De hecho, René Avilés Fabila considera su libro como un homenaje a esos autores. Pero existe una diferencia entre esos libros y los relatos de René pues mientras los dos primeros escritores hablaron de la grandeza mexicana de su momento, el autor del libro que comentamos nos describe la Antigua grandeza mexicana, la que él conoció y que se ha ido perdiendo de manera dolorosa y lamentable, a pesar de que el Centro Histórico de la ciudad de México fue declarado por la UNESCO Patrimonio Mundial de la Humanidad el año de 1987.

 Podríamos comenzar, por ejemplo, con el espacio urbano, cada día más invadido por el comercio ambulante o semifijo que se alienta por medio de argumentos faltos de veracidad y sobrados en demagogia. Nuestros espacios públicos no lo son más; ahora son propiedad del gobernante en turno quien al amparo de sus intereses políticos los entrega a quien más los pueda favorecer. Una plaza como la de Santo Domingo, que como bien dice René, “ha conservado su intimidad poética y su discreta mezcla de severos edificios y cordiales arcos”, es ocupada cada año por los maestros inconformes, que se apoderan de ella como si fuera su casa.




            El zócalo, grandioso y monumental, que antes era una plaza cívica digna, la Plaza Mayor de México, ahora puede ser sede lo mismo de pistas de hielo y toboganes, que de museos ambulantes, ferias de libros, plantones de líderes políticos, conciertos de rock y cuanta necedad pasa por la cabeza del jefe de gobierno en turno, sin el mayor respeto por un sitio que ha sido testigo y partícipe de la historia de México desde el siglo XVI. Esa plaza es símbolo del gobierno civil –federal y municipal– de nuestro país; como relata René Avilés Fabila acertadamente, en el Palacio Nacional, que fue residencia y oficina de los virreyes, “trabajaba el presidente de México antes de utilizar Los Pinos”. No estaba cercado, como ahora, y se podía entrar y salir de él libremente, incluso las noches del 15 de septiembre. El zócalo tiene, además, la Catedral más grande, más rica y más importante de América Latina; en 1666, los arquitectos que participaban en su construcción la calificaron como “la más hermosa que tiene la cristiandad”.








            Lás bella y armónica del Centro, posee edificios de gran importancia para nuestra historia, como la primera sede de la Universidad de México; el ex Arzobispado, la casa donde se instaló la imprenta de Juan Pablos, la primera que existió en México; la Real Casa de Moneda, que fue sede del Museo de Antropología y hoy lo es del Museo Nacional de las Culturas; la Academia de San Carlos, fundada en 1783, un sitio “repleto de sueños de artistas plásticos que en unos cuajaron plenamente y en otros se desvanecieron”, como bien nos dice el autor del libro. El convento de Santa Inés, hoy sede del Museo José Luis Cuevas. Y al final, la iglesia de la Santísima Trinidad, cuya portada barroca es una de las más ricas y mejor realizadas de la ciudad. Toda esta calle, tan llena de monumentos, está convertida en un mercado de la más baja categoría; por más que el propio José Luis Cuevas ha colocado algunas esculturas en ella, nada ha impedido los tenderetes con toda clase de mercancía pirata que, como se comprenderá, producen toda clase de inmundicias y un ruido ensordecedor.
            Lo mismo ocurre con la Alameda, el parque más antiguo de la ciudad, fundado por el virrey Luis de Velasco II el año de 1592. Tuvo una hermosa pérgola con una librería y un restaurante, que René visitaba con su padre, igual que yo lo hacía con el mío. Todo ese conjunto ha sido sustituido por los carritos de hot dogs y las sombrillas de todos colores, siempre sucias, de los vendedores ambulantes, que ya convirtieron a ese parque, casi desarbolado, en un enorme mercado permanente, de fritangas y chucherías. No se salvan ya ni el monumento a Bethoveen ni el Hemiciclo a Juárez.




 Algo semejante sucede con los edificios; por más importantes que sean, siempre están expuestos al vandalismo de los propietarios, de los usuarios y de las mismas autoridades. Mencionaré sólo tres ejemplos. El ex Oratorio de San Felipe Neri, el Viejo, uno de los pocos claustros del siglo XVII que conservamos en la ciudad de México y uno de los más bellos del país, casi nadie lo conoce por la sencilla razón de que siempre ha sido sede de oficinas de alguna dependencia gubernamental. Se solicitó para que fuera sede del Museo del Escritor, un proyecto cultural y educativo del propio René Avilés Fabila, que merecería ese antiguo claustro para el aprovechamiento y disfrute de toda la ciudadanía. El edificio finalmente se entregó a la Secretaría de Relaciones Exteriores para el uso exclusivo, aprovechamiento y disfrute de un pequeño grupo de burócratas.



            El Monumento a la Revolución, obra del arquitecto Carlos Obregón Santacilia, quien en la década de 1930 convirtió la estructura de hierro de lo que sería el salón de los pasos perdidos del Palacio Legislativo proyectado por Emile Benard para el gobierno de Porfirio Díaz en un símbolo del funcionalismo posrevolucionario. El Monumento es un espacio limitado por pilastrones cubiertos por una cúpula, o sea que el espacio también forma parte del Monumento; se entiende entonces que cualquier elemento que interfiera con ese espacio destruye el Monumento. Pese a ello, el Gobierno del Distrito Federal puso un elevador exactamente en medio de él, con lo que convirtió al Monumento a la Revolución en marco de un elevador, o dicho de otra manera, convirtió el Monumento a la Revolución en un Monumento al Elevador.
            Finalmente, el Palacio de las Bellas Artes, proyectado en 1904 por el arquitecto italiano Adamo Boari para ser el Teatro Nacional de México, fue terminado después de la Revolución por los arquitectos Federico Mariscal y Alberto J. Pani e inaugurado el 29 de septiembre de 1934 con La verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón. Su declaratoria como Monumento Artístico fue expedida el año de 1987. En su interior, resguarda murales invaluables de Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros y Rufino Tamayo. En la sala de espectáculos destacan, sin duda, el arco del proscenio con mosaicos que representan la historia del arte teatral, proyectados y realizados en Budapest, en los talleres del artista húngaro Géza Maróti; el plafón de cristal con la representación de Apolo rodeado por las musas, del mismo artista, y, por supuesto, el telón también de cristal incombustible con la imagen de los volcanes Popocatépetl e Ixtaccíhuatl, diseñado por el Dr. Atl y elaborado por la casa Tiffany de Nueva York. En todo el hemiciclo, los balcones y graderías se encuentran cubiertos de mármol y su herrería es art déco. Inexplicablemente, las últimas intervenciones que realizó el Instituto Nacional de Bellas Artes en ese sitio desatendieron y desestimaron la calidad de los materiales que tiene el Palacio de Bellas Artes y el alto nivel de obras de arte que contiene, así que convirtió la sala de espectáculos en una sala de usos múltiples, sin la dignidad y el decoro que merece el centro de arte más importante del país. En todo utilizaron chapas, aglomerados y aluminio que nada tienen que ver con los mármoles y los vitrales. Lo más grave es que el INBA también desechó la tramoya antigua, modificó la acústica del teatro y la isóptica del escenario. Ya no es más la sala de ópera que tanto alabó María Callas; en cambio está preparada con suficientes bocinas para recibir a Madonna y a Lady Gaga.

Bajo esta perspectiva es justo hablar de una Antigua grandeza mexicana y sentir nostalgia por ella. Sorprende incluso que la ciudad todavía conserve espacios y monumentos de valía, como aquellos que forman parte del patrimonio de la UNAM: el Palacio de la Inquisición, hoy Museo de Medicina; el antiguo colegio jesuita de San Ildefonso, que fuera la Escuela Nacional Preparatoria y hoy es un centro cultural; el Palacio de la Autonomía, antigua sede de la Preparatoria 7 (donde estudió René Avilés Fabila y donde conoció a Rosario, su esposa) o el de Minería, obra maestra de Manuel Tolsá. También están en buen estado de conservación el Museo Nacional de Arte que fue el palacio de Comunicaciones, el palacio de Correos, el edificio Guardiola, el palacio de Iturbide, la librería Porrúa y otros más que se mencionan en el libro y que se esfuerzan, pese a todo, por mantener su dignidad y, de alguna manera, la de la ciudad.
            Reconozco que la historia de la ciudad de México, de su Centro Histórico, nunca ha sido sencilla. Desde su fundación sobre dos lagunas, ha tenido que sortear muchos problemas incluso para mantenerse en pie y muchas veces se ha visto afectada por desastres naturales, como la gran inundación de 1629 que duró cinco años, o los terribles sismos de 1985 que dejaron al descubierto una enorme corrupción en las licencias de construcción y en los materiales empleados en las edificaciones modernas. Lo que es inaceptable es que las autoridades encargadas de su salvaguarda sean las causantes de su degradación. No puede ser que una ciudad que fue considerada la gran Tenochtitlan, después la Venecia de América y más tarde la Ciudad de los Palacios, ahora sea concebida solamente como una mancha urbana que crece incontenible hacia los cuatro puntos cardinales, sin orden ni concierto. No, especialmente, cuando ya conocemos el valor patrimonial que posee su Centro Histórico para los mexicanos y para la Humanidad.
            Cierto que el Centro, como si fuera Ave Fénix, de tanto en tanto resurge de sus cenizas, basuras, escombros y ruinas para mostrar su grandeza gracias a la voluntad de sus habitantes y a la de algún gobernante que le concede importancia, como sucedió con el segundo conde de Revillagigedo o con el propio Porfirio Díaz. Quiero creer que esta vez no será la excepción. Tomemos como punto de partida la obra a la que me refiero, Antigua grandeza mexicana, para conocer y disfrutar el México que fue, para valorar lo que perdimos y conservar lo que todavía tenemos; para ponderar su pasada grandeza, pero sobre todo para proyectarla hacia el futuro. Ésa sería la mejor forma de hacer que este libro trascendiera más allá del gozo mismo de su lectura. Por mi parte, quiero agradecer y felicitar a René Avilés Fabila por su libro memorioso que no sólo nos lleva de paseo por un Centro que de cierta manera yo también conocí y que nos cuesta trabajo descubrir ahora. Un libro que también nos hace conscientes de la grandeza que tuvo nuestra ciudad, la cual debemos recuperar.

* Profesora de la Facultad de Filosofía y Letras e investigadora del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Es autora del Prólogo de Antigua grandeza mexicana. Nostalgias del ombligo del mundo.
Inserción en Imágenes:15.04.2011